Así titula su columna el director del Departamento de Ingeniería Ambiental de la UC, Cristian Díaz, en la que expone los motivos de las inundaciones en la capital.
El constante problema de las inundaciones en Bogotá nos obliga a recordar que no son un fenómeno natural catastrófico o castigo divino, sino el producto de un complejo proceso de construcción social del riesgo que, tarde o temprano, se manifiesta en un desastre; postulado que reiteran expertos internacionales como Ulrich Beck, Gustavo Wilches Chaux y Antonio Brailovsky.
Esto quiere decir que condiciones urbanas como la marginalidad, la pobreza, la ubicación geográfica, la infraestructura deficiente, la falta de gobierno, el reducido control social y la escasa percepción del riesgo, entre otros, conforman desequilibrios territoriales que desencadenan desastres o generan nuevas condiciones peligrosas para los capitalinos.
A diferencia de un ambiente sin intervención humana, el ciclo del agua en la ciudad debe considerar como entradas la lluvia (precipitación), el volumen que ingresa por la red de acueducto, que en el caso de Bogotá está constituida por el sistema matriz Chingaza, Tibitoc y Tunjuelo, el agua embotellada y el agua asociada con productos de consumo masivo y alimentos.
De otra parte, se deben considerar las salidas: la infiltración en el suelo, la evaporación, la transpiración vegetal, las derivaciones asociadas con la red de alcantarillado y el flujo superficial, que representa un problema urbano debido al dominio de la concepción hidráulica sobre la hidrológica, que busca “controlar” el ciclo natural del agua con la intervención masiva de obras de infraestructura. En consecuencia, pozos, zanjas, canales, tuberías, farillones, muros de contención, lagos artificiales y demás artificios tratan de regir algo ingobernable.
La forma superficial de la Sabana de Bogotá no corresponde a la de una mesa de billar, presenta zonas de ladera en el oriente, planos y bajos de inundación en el occidente —no visibles en los mapas turísticos ni en los de las líneas de Transmilenio—, fisiografía que favorece los derrumbes en algunas localidades y los desbordamientos en otras cuando llega la época de lluvias.
Este problema se agrava por la forma como está concebido el sistema de alcantarillado, diseñado para evacuar rápidamente, en forma de torrente, toda el agua precipitada en la urbe hacia zonas donde la estrategia natural de control de inundaciones es totalmente contraria: la retención. Hablo de los humedales y las madres viejas del río Bogotá, que dominaban el paisaje capitalino, y que en la actualidad son parches inutilizados hidrológicamente en un ambiente urbanizado.
Al enredo del metabolismo hídrico (gestión del agua) se suma la reducida infiltración por la escasa cobertura vegetal, la expansión urbana en las planicies de inundación del río Bogotá y la obsolescencia de una parte de la infraestructura hidráulica. La causa principal del problema es sencilla: la ciudad creció y se expande en áreas que no eran y no son aptas para el asentamiento humano sostenible y definitivo.
Si continuamos administrando la ciudad como un sistema inerte y aislado de la naturaleza, seguiremos damnificados por la rigurosidad y certeza de las leyes y principios naturales.
Entonces, habrá que preguntarnos por qué a los gestores de política pública, los administradores públicos y a la ciudadanía en general, nos cuesta tanto aplicar el sentido común en nuestra diaria relación con el ambiente.
¿Por qué olvidamos que las leyes y los principios naturales son infalibles? ¿Por qué creemos que una norma solucionará los problemas ambientales o que las gigantescas obras de ingeniería permitirán dominar la creación a nuestro antojo?
Basta recordarle al lector que el problema de las inundaciones en Bogotá lo sufren urbes como Buenos Aires cuando llegan las famosas “sudestadas”, Miami durante las “mareas rey”, Lima en las lluvias de diciembre, México D.F. cada vez que llueve copiosamente, Nueva Orleans con Katrina; y para no ir más lejos, Barranquilla, ubicada en zonas inundables del delta del río Magdalena.
El dragado y la fortificación de farillones en el cauce del río Bogotá, la instalación de grandes motobombas, la elevación de algunos terrenos a expensas de otros y la protección de áreas valorizadas o bienes de interés cultural y arquitectónico no serán suficientes medidas para los planificadores urbanos.
Se requerirá repensar el modelo de crecimiento para no urbanizar los desastres, prestando atención a propuestas bioclimáticas, biomiméticas (emular e inspirarse en la naturaleza) y de la ecología urbana o pensar en la reubicación y decrecimiento de zonas de la capital y del conurbano.
Considero que necesitamos una respuesta urgente para no desencadenar un colapso progresivo de nuestra cuasi metrópoli, ante los actuales escenarios de variabilidad y cambio climático; ya que este asunto vital no puede delegarse a las próximas generaciones, que esperan un mejor futuro capitalino.