Como columnista invitado, Jaime Arias, rector de nuestra Institución, escribió para el periódico El Tiempo una reflexión sobre ciencia, política y humanidad en tiempos de pandemia.
A los mayores de 70 años nos confinaron hace tres meses; a mí me cogió la medida en una finca cerca de Bogotá, y desde aquí se me han venido a la cabeza algunas ideas sueltas que deseo compartir con la comunidad universitaria. Aclaro que no hago parte de la rebelión de las canas porque comparto la decisión de cuarentena obligatoria, que sirve a los abuelitos, como nos llama el presidente, y a la vez evita que los hospitales se congestionen cuando los picos de la pandemia lleguen a su cumbre.
Me siento tranquilo, trabajando más que antes —mejor, teletrabajando—, con algunas ventajas: servirme un café en cualquier momento, estoy ahorrando más de dos horas en trasporte diario, no tengo mayores distractores y, al terminar la larga jornada, me voy directo a la cama. Siento que he ganado en eficiencia, aunque me falta el encuentro cercano con la comunidad de la Universidad Central.
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Un drama con varios capítulos
Nadie estaba preparado para que un bicho más pequeño que la milmillonésima parte de un metro causara tanto revuelo en la humanidad y desconcierto a los científicos, con lo que se comprueba que no hay enemigo pequeño. El virus llegó y ningún Gobierno sabía cómo enfrentar el problema. En las primeras semanas aparecieron los epidemiólogos con sus modelamientos basados principalmente en la posible tasa de contagio (Ro), la letalidad y otras variables, cuyos datos eran desconocidos o no confiables, pero desde el comienzo recomendaron cuatro medidas básicas que aún siguen vigentes y han mostrado ser efectivas: tapabocas, distanciamiento, lavado de manos y confinamiento.
Más tarde hicieron presencia los infectólogos (virólogos) y los biólogos moleculares que fueron describiendo la secuencia genómica del SARS-CoV-2, fundamento para más avances, particularmente relacionados con las posibles vacunas y las pruebas moleculares y serológicas. Finalmente, hace un par de meses, aparecieron en escena los médicos clínicos (intensivistas, neumólogos y otros) con sus ensayos para encontrar evidencia, y vienen proponiendo enfoques de tratamiento con algunos medicamentos y apoyos.
Mientras los científicos trabajaban en el virus y los epidemiólogos en la distribución de la pandemia, aparecieron los economistas para mostrar los efectos nefastos de esta en el empleo, los ingresos, el consumo, los precios y, más allá, las repercusiones en las familias más pobres, en las empresas y en la economía del país.
El cuadro se hace cada vez más complicado. Ahora, después de 90 días de cuarentena y ante la posibilidad de extenderla en algunas circunstancias, nos visitan psiquiatras y psicólogos para mostrar el impacto del confinamiento en niños, jóvenes y adultos, esto ante la aparición de síntomas de ansiedad, depresión y miedo.
El capítulo más reciente es el de la insurgencia de millones de personas, bajo cualquier pretexto, como hemos visto en Estados Unidos, con la aparición de las fuerzas policiales extremas y con fuertes implicaciones políticas. En pocas palabras, el cuadro se complicó, y faltan algunos capítulos.
Consecuencias de la pandemia
Un hecho relevante es el resurgimiento de los Gobiernos centrales y territoriales como los actores principales, primero para determinar las medidas sociales y luego para enfrentar los problemas sanitarios, económicos y sociales. También se ha demostrado la importancia de las empresas privadas en la generación de empleo, riqueza, impuestos y, desde luego, de bienes y servicios. Sin embargo, es un hecho notorio que los agentes económicos privados no tienen, ni pueden ofrecer, soluciones macro, por lo que en cada país ha sido necesario acudir a medidas públicas de salvamento de la economía, con números que nos asustan por el monto (tres trillones de dólares en Estados Unidos, 500.000 millones de euros en Alemania), medidas en miles de millones de euros o dólares, pasando de unas manos a otras, en un intento de seguir moviendo el complejo aparato económico, hoy más aporreado que en la Gran Depresión o en las guerras mundiales. La mayoría de los países está ensayando una política keynesiana, de estímulo al consumo, similar a la de Roosevelt en los años treinta.
Otro fenómeno interesante es la importancia soterrada, pero real, que tiene la política. En medio de la tragedia aparece sutilmente la lucha por el gran poder, en nuestro país, con los enfrentamientos de algunos alcaldes con el Gobierno central; en varias naciones, el fortalecimiento de la imagen de los gobernantes y, en otros, como Estados Unidos, las estrategias y jugadas electorales de los dos grandes partidos ante las elecciones presidenciales de noviembre. Siempre anda por ahí rondando la política.
Efectos sobre las personas
Pero regresemos a los individuos y su cotidianeidad bajo el confinamiento. Sin duda en esta, como en pandemias anteriores, las aglomeraciones, las multitudes y la congestión de las ciudades constituyen el factor de riesgo de contagio más alto, nada fácil de mitigar, porque hay demasiada gente en espacios limitados y el planeta se nos está quedando pequeño para albergar a tantos seres humanos.
El escenario más común es el de una familia de varios miembros, entre niños, adultos y ancianos, compartiendo una vivienda urbana pequeña en donde se vive en aprietos, cruzándose unos con otros, a veces exasperados y otras deprimidos, ansiosos y tristes. Estas escenas se han vivido a lo largo de la historia universal, pero ahora son más complicadas porque las personas convivían por algunas horas, pero no de una manera tan larga.
Para algunos, las dificultades aparecen cuando hay un solo computador, un celular inteligente o una tablet; no se cuenta con buena señal de internet; y, cuando la herramienta está disponible, la disputan los niños, los jóvenes universitarios y los padres, de manera que se presentan conflictos familiares, porque el computador se ha convertido en una especie de “segundo yo”, de la cual dependemos para muchas cosas.
Una parte muy reducida de los hogares no tiene afugias o afanes económicos, pero la mayoría sí los tiene, y graves. Los desempleados no cuentan con ningún colchón de seguridad, tampoco los trabajadores informales, ni los más de cinco millones que ya han perdido sus empleos. La pobreza, que había sido reducida, retorna a niveles de hace dos décadas, y la clase media pasa por una situación calamitosa que la hace retroceder a niveles de pobreza. El país se ha empobrecido en unas semanas, la economía se ha contraído en cerca del 5 % y la recuperación será lenta y dolorosa. Ni la Nación ni las familias contaban con reservas para aguantar la desaceleración de la economía, ni tenemos ahorros ni somos previsivos.
Lo bueno y lo malo que deja en confinamiento
Los días pasan implacables —para mí todos son lunes—, no sé cuándo llega el fin de semana y “me da lo mismo”, la rutina se va repitiendo inexorablemente, desde temprano hasta el anochecer. Ya ha pasado un trimestre y pueden faltar otros, perdemos la noción del tiempo.
Pero no todo debe ser molestia, aburrimiento y desesperanza; los colombianos somos resilientes, aguantamos y estamos esperando una nueva oportunidad para regresar a la vida normal; en medio de las privaciones e incomodidades actuales, encontraremos alicientes y momentos de satisfacción. Esperamos algo nuevo, tal vez mejor: la pandemia implica cambios, no es como los huracanes que pasan, devastan y destruyen dejando solo desolación. El coronavirus nos debe dejar lecciones y propiciar cambios. ¿Cambiarán la economía y la política? ¿Qué cambios tendrá la humanidad y cada uno de nosotros? ¿Todo seguirá siendo igual?
Aprovechar el momento para trasformar el país
Como país debemos movernos hacia un modelo de producción más diverso y fuerte. Depender solo del cultivo del café, como antes o, como ahora, del petróleo, constituye un riesgo que no se debe repetir. Se ha llegado el momento de pensar en una reforma tributaria seria, eficiente, justa y equitativa, la cual hemos venido posponiendo por años; pero, a la vez, hay que mantener la solidez del sistema financiero, que ha demostrado fortaleza, y la política monetaria desde el Banco Central. El país debe proteger más a su pequeña industria, que demostró fragilidad en la pandemia y, desde luego, propender hacia una industrialización importante para no depender tanto de las importaciones.
Colombia tiene vocación agrícola; hemos visto estos días la importancia del agro, aun cuando importemos cerca del 30 % de los alimentos que requerimos y exportemos muy poco. Urge aplicar el nuevo catastro a la tierra rural, eso sería revolucionario y cambiaría la economía agrícola hacia un modelo en que se equilibran dos fuerzas: la de los campesinos tecnificados y la industria agropecuaria.
No podemos seguir ignorando nuestra deuda con la naturaleza: hemos escuchado noticias que hablan de miles de hectáreas de bosque descuajadas durante la pandemia, de la contaminación y el daño a la tierra que causa la minería ilegal, del deterioro de nuestras fuentes hídricas, de las pérdidas de nuestra riqueza y diversidad en flora y fauna, de la pérdida del casquete de nieve de nuestros nevados; y ante ellas permanecemos impávidos, como si eso no pasara factura de cobro a las nuevas generaciones. Colombia debe adoptar una política ambiental de hechos, no de discursos o normas.
La pandemia nos ha mostrado la debilidad de nuestra seguridad social y del empleo. El “día después” significa adelantar una reforma pensional sensata, viable, justa, eficaz y progresiva; el Gobierno tiene las fórmulas, ha faltado voluntad política. El modelo de protección social —en el que se gastan más de 60 billones de pesos anualmente— no es efectivo, no saca a nadie de la pobreza, no estimula el empleo mínimo, no crea desarrollo ni conduce a la equidad; por lo tanto, debe revisarse. La estructura de salud pública territorial prácticamente no existe, y así se ha visto en la pandemia; urge desarrollar una estrategia de control epidemiológico robusta y descentralizada.
¿Cambiaremos a final del túnel?
Y, ¿de los cambios personales qué? Muchos individuos saldrán iguales, sin que los haya tocado el asunto, o saldrán marcados por el pesimismo. En cambio, otros adoptarán un estilo de vida más sosegado, menos consumista, más previsivo, tal vez con más sentido espiritual, con mayor conciencia de lo que es el interés público y la colaboración comunitaria.
En una encuesta realizada recientemente a estudiantes de la Universidad Central, que entre otras cosas contó con una respuesta significativa —cercana a la tercera parte de nuestra población estudiantil—, se indagó acerca de la intención de los estudiantes de continuar sus estudios con normalidad, ralentizarlos o posponerlos en el segundo semestre de 2020, así como sobre las principales motivaciones para inclinar su decisión en alguno de los tres sentidos señalados. Las motivaciones se pueden clasificar en cuatro grupos: salud, dificultades financieras, cambios en el bienestar general y adaptación a las clases remotas. En relación con este último ítem, llama la atención que en el subgrupo de quienes afirman su intención de aplazar, el 81 % mantiene su decisión si se continua en modalidad remota.
Los jóvenes universitarios, que constituyen una fuerza futura de liderazgo nacional, no pueden darse por vencidos simplemente porque no les gustó la educación remota mediada por tecnologías, porque les incomodó la cuarentena, o porque han caído en la incertidumbre sobre su futuro. Ese derrotismo no conduce a nada bueno; la vida es una lucha y una adaptación permanentes. Que se rindan los más viejos, entendible, pero que sean los jóvenes los que abandonan la batalla no es bueno.
En la Universidad Central nos estamos preparando con optimismo para una nueva etapa, diferente, innovadora, desafiante, mirando los retos próximos, pero a la vez entendiendo lo que ha sucedido antes. Esa empresa no la podemos dar solos los directivos y docentes, allí lo más importante es contar con la fuerza joven de nuestros estudiantes y de toda nuestra comunidad.